Tau Cero, de Poul Anderson

Tau CeroA Poul Anderson no se le suele incluir en el panteón de los grandes nombres de la ciencia ficción, pero sí cuenta con la consideración de autor perteneciente a esa, digamos, segunda línea de escritores importantes en cuya bibliografía esplende alguna que otra obra de fuste y que han sido reconocidos con la concesión de diversos premios. Cultivador también de la fantasía, repartió gran parte de su extenso catálogo narrativo entre un buen número de series con diversas temáticas, manteniendo en algunas de ellas colaboraciones con autores como Gordon R. Dickson, Karen Anderson o Larry Niven. Poseedor de una obra ingente que incluye poemas y numerosos ensayos, su publicación en España, sin embargo, ha tenido una singladura peculiar. Su mejor colección de cuentos, titulada significativamente The Best of Poul Anderson (1976), fue dividida por Bruguera en dos volúmenes independientes bajo el epígrafe de sus dos relatos principales, “El último viaje” y “El pueblo del aire”, que pasan por ser, junto con “La reina del aire y la oscuridad”, lo más relevante que ha escrito el estadounidense en la distancia corta. Ninguna de sus novelas de ciencia ficción, sin embargo, fue incluida en las listas propuestas por los dos principales libros de ensayo españoles que, hace ya demasiado tiempo, intentaron catalogar las principales obras que había dado el género hasta entonces.

Ni en Las cien mejores novelas de ciencia ficción del siglo XX (2001) ni en Ciencia ficción. Guía de lectura (1990) se consideró que ninguna de las obras largas de Anderson tuviese la suficiente calidad para figurar entre las más importantes. Extraño especialmente en el segundo caso, puesto que su autor, Miquel Barceló, iría publicando más tarde bastantes de ellas en Nova, la colección que dirigió para Ediciones B. Personalmente, yo solía estar de acuerdo con esa ausencia, pues las dos obras largas de cf que le había leído, la insigne La patrulla del tiempo y La nave de un millón de años, no me habían convencido. A Anderson se le tiene por autor de cf dura, pero lo cierto es que, al margen de algunos de sus cuentos, el calificativo siempre me extrañó bastante. Tanto en esas dos novelas mencionadas como en la titulada Los corredores del tiempo, el cuerpo lo conforma el componente histórico. En el primero se desarrollan repetidas misiones al pasado con el fin de evitar cambios en el curso de la Historia; en el segundo se narra el periplo de una saga de inmortales a lo largo del tiempo, desde el pasado hasta, ya cerca de la conclusión, los días venideros; en el último, el protagonista se ve arrastrado a viajar por distintas épocas. Lo mollar en esos libros es el tratamiento histórico y social, que ciertamente es notable, pero no el elemento científico. Así pues, no encontraba motivos para encumbrar la figura de Anderson. Hasta ahora, que por fin, tras años de persecución, he podido leer Tau Cero.

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Hyperion, de Dan Simmons

He tardado mucho en escribir este texto porque… ¿Qué resulta más difícil que hablar de la obra de ciencia ficción definitiva?

Me resultaría mucho más sencillo hablar de Dune o de Star Wars. A quien conoce Hyperion no se le puede decir mucho nuevo en un breve texto introductorio. A quien no conoce al Alcaudón es difícil transmitirle la grandeza de la obra.

No me queda otra que hablar para quien no la conozca, por cuanto tiene esta sección de recuperación de clásicos. «Recuperación» de una obra que se reedita constantemente, vale, pero si preguntamos a la mayor parte de los lectores de nuestro país seguramente no la conocerá ni el 2%.

¿Por dónde empezar? ¿Argumento? Ya cuesta. Siete peregrinos viajan al planeta Hyperion a las Tumbas del tiempo, hogar del legendario Alcaudón, una entidad extraterrestre venerada por locos fanáticos, a pedirle un deseo. Según se sabe, seis de estos peregrinos vivirán una eternidad de agonía extrema, empalados en un árbol de metal, y el restante verá cumplido su deseo. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Esto no era ciencia ficción?

Cuesta mucho decir que Hyperion no es ciencia ficción, aunque también es cierto que coquetea con los límites de la literatura fantástica o la onírica. Ahora bien, ciencia ficción es, sin duda alguna. Es ciencia ficción de un modo apabullante.

Por lo pronto, el primer volumen nos cuenta la historia de cada peregrino, la cual se corresponde a su vez con un subgénero de la ciencia ficción, como el cyberpunk o la cf bélica. Y en esos aspectos es cf pura y dura.

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Cronopaisaje, de Greg Benford

Ambiciosa, impactante y absorbente; probablemente hipertrófica; algo irregular, pero, en última instancia, satisfactoria y muy bien rematada. Así es Cronopaisaje (1980), en la que el escritor y físico estadounidense Gregory Benford se zambulle en el pandemonio de las paradojas temporales y, al mismo tiempo, abre el melón de la investigación científica para mostrarnos sus intestinos: ahí están, por supuesto, la curiosidad, la exploración y la emoción del descubrimiento, pero también la competitividad, la falta de fondos, los egos inflamados, los jefes incordio.

La novela oscila fundamentalmente entre dos polos: la Inglaterra de 1998 y la California de 1962. El primero nos pinta un futuro sombrío; un mundo al borde del colapso sobre el que se cierne un desastre ecológico irreversible: el fitoplancton se ha combinado con un fertilizante artificial, causando una proliferación de algas que amenaza con destruir los ecosistemas marinos. En Cambridge, entre cortes eléctricos y supermercados desabastecidos, los físicos John Renfrew y Greg Markham conciben un plan desesperado: utilizar un haz de taquiones para enviar al pasado, en código morse, un mensaje de advertencia que prevenga la catástrofe. Para evitar la paradoja del abuelo, Renfrew y su equipo deciden confeccionar un mensaje intencionadamente ambiguo; necesitan provocar una respuesta lo suficientemente significativa como para paliar la situación en la que se encuentran, pero no tanto como para eliminar el problema por completo (de lo contrario no enviarían el mensaje y volverían a estar como al principio).

En la soleada San Diego de 1962, Gordon Bernstein, un investigador de la Universidad de La Jolla, detecta unas interferencias inexplicables en un experimento de resonancia nuclear. Su supervisor intenta convencerlo de que descarte la anomalía como ruido espontáneo y se centre en el proyecto que tienen entre manos: hay plazos que cumplir, artículos que deben publicar para justificar la productividad del departamento. Gordon lo desobedece, pero cuanto más averigua sobre el fenómeno mayor es su desconcierto, y las dudas continúan incluso tras haber descodificado el mensaje. ¿Quién lo envía? ¿Por qué? Los colegas a los que acude en busca de ayuda llegan a las conclusiones más dispares, desde un mensaje interceptado a los soviéticos hasta una comunicación extraterrestre.

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Lo mejor de Silverberg, de Robert Silverberg

Lo mejor de SilverbergUna de las cosas que más me interesan de las colecciones de relatos es el contexto personal y social de las historias que se presentan. En especial cuando cubren periodos relativamente largos y/o un momento histórico relevante en el tema que nos ocupa. Hay muchas que simplemente son una serie de cuentos sin mayor hilo conductor más allá de rebuscar la fecha original de cada uno en el índice o la letra pequeña del copyright. En el caso de Lo mejor de Silverberg es el propio Robert Silverberg quien nos introduce en cada uno de sus diez relatos. Estos textos no solo aportan algo de explicación a lo que vamos a encontrar sino que, más importante, nos hablan del momento personal a la hora de escribir cada relato. También aporta píldoras históricas de algunas de las personas y revistas más relevantes de la ciencia ficción en los Estados Unidos de los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, desde su relación con Frederik Pohl, Anthony Boucher o Harlan Ellison a sus anecdóticas aventuras para publicar en las revistas más relevantes del momento, ya sea Galaxy o The Magazine of Fantasy & Science Fiction. Al mismo tiempo me resulta algo histriónica la referencia que en ocasiones hace Silverberg a sí mismo en tercera persona, especialmente en las primeras introducciones. En contraste con la propia afirmación de que algunas ideas vienen de otras no desarrolladas por otros autores, como es el caso de “Para ver al hombre invisible” y su relación con “La lotería en Babilonia” de Jorge Luis Borges. O los momentos en los que se vanagloria de su técnica a la hora de escribir ciertos cuentos.

La primera de las narraciones de esta colección se publicó cuando Silverberg apenas tenía veintitrés años. “Hacia el anochecer” abre la triada de relatos de “hombres a los que les pasan cosas” y que se completa con “Hombre cálido” y el ya mencionado “Para ver al hombre invisible”. Aparecidos a caballo entre la década de los cincuenta y los sesenta, son historias con un desarrollo simple donde el escenario y la moralidad superan en relevancia al resto de características del relato. Ya sea un personaje que se enfrenta a una Nueva York donde el canibalismo asoma como último recurso de supervivencia, o el castigo cuya pena es convertirse en invisible, no física pero sí socialmente. Debates que, por otra parte, podrían ser vigentes hoy en día, aunque la sobreexposición a disyuntivas morales en las mil y una obras de todo tipo que nos llegan por diversos medios obligan a un mejor desarrollo de personajes y contexto con el que lograr el impacto que se busca. En cualquier caso, estos relatos iniciales no tienen la mayor trascendencia y son plenamente olvidables.

Las dos obras más largas de este volumen y quizá, según afirma Silverberg, reconocidas (no necesariamente a nivel de premios) son “La estación de Hawksbill” (1966) y “Alas nocturnas” (1968). Y, al mismo tiempo, las que más me han convencido ya que permiten desarrollar más los mundos en que se sitúan, darle una breve profundidad a algún personaje y no simplemente plantear un dilema, impacto inmediato, fin.

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Dagger of the Mind, de Bob Shaw

Dagger of the MindSe me ocurre que quizá el gran ejemplo de novela sobre la telepatía sea Muero por dentro, de Robert Silverberg, que por otra parte se puede utilizar también como puerta de entrada a la ciencia ficción, como recomendación para aquellos desafectos al género que, no obstante, le quieran dar una última oportunidad a sus desafíos y desafueros optando por uno de sus títulos de imaginario menos colorido. La novela de Silverberg, de la que ya mismo dejaré de hablar, es de las mejores de los años 70. Pero no es la única que se centra en los poderes telepáticos, claro.

En Dagger of the Mind, de Bob Shaw, que es la novela escogida para este especial y de la que no estoy muy seguro de si hay traducción –podría ser ‘puñal de la mente’, o ‘daga de la mente’, no sé– en este novela, digo, hay telepatía, también, pero entretejida en un contexto de experimentación y paranoia que la vinculan, o la acercan, a la personalidad y puesta en escena del terror; más, probablemente, que a la ciencia ficción a la que sin duda, como veremos con el correr de las páginas, también se adhiere.

Conocemos a Redpath, el protagonista, ya en la primera página, con sus preocupaciones y sus visiones francamente desagradables: es epiléptico y ve, a través de la mirilla de la puerta de casa, una cara desollada, sangrante y húmeda. Cuando, por instinto, abre la puerta, ve que ahí no hay nadie. Así empezamos. Luego vemos que forma parte de un proyecto de investigación científica sobre la telepatía; que, para ello, se medica, y que, de hecho, se quiere dar de baja del programa porque empieza a pensar que está perdiendo el control de sus pensamientos. Que, en una palabra, se está volviendo majara perdido.

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Cuando falla la gravedad, de George Alec Effinger

Cuando falla la gravedadTengo la impresión de que George Alec Effinger le debe más a Dashiell Hammett y a Jim Thompson por Cuando falla la gravedad que a autores ciberpunk como Bruce Sterling o William Gibson por poner dos ejemplos. Empecemos por el escenario que se aleja de la habitual estética ciberpunk —todos tenemos en mente Blade Runner—, una babel futurista con calles transitadas por un hervidero de gente sobre la que refulgen anuncios gigantes y en la que se alzan edificios enormes de apariencia vanguardista, sedes de poderosísimas multinacionales. En una trama ciberpunk es muy posible que nos topemos con hackers, inteligencias artificiales o que nos sumerjamos en el ciberespacio, nada de esto hallaremos en la novela de Effinger. Su adscripción al ciberpunk se debe a dos dispositivos tecnológicos presentes en la novela que permiten a quien se los conecta alterar la mente. Pero más que nada es novela negra. Una etiqueta que nos evoca de inmediato crímenes, personajes marginales, ambientes decadentes, corrupción policial, alcohol y protagonistas de moral cuestionable, elementos todos ellos presentes en el libro. Es importante recalcar la gran influencia que el género negro tuvo en el ciberpunk. No sólo comparten un mismo interés por personajes marginales sino que utilizan técnicas literarias similares: frases cortas, descripciones a machetazos, mucha acción y un narrador en primera persona.

Cuando falla la gravedad se sitúa en un futuro no demasiado lejano en el que occidente se ha segregado en multitud de pequeños estados en favor de los países musulmanes. Los moddies y los daddies se han vuelto muy populares. Los primeros se utilizan para potenciar ciertas capacidades del cerebro o incluso proporcionar conocimientos concretos, como entender otro idioma. Los segundos permiten al individuo adquirir una nueva personalidad (normalmente de un personaje de ficción). El protagonista es Marîd Audran, un tipo que vive en el Budayén, un barrio muy poco recomendable de una ciudad al norte de África, lleno de garitos, delincuencia y drogas, y que se gana la vida básicamente como detective. Cuando se cita en un bar con un posible cliente, éste es asesinado por un individuo que lleva un daddy de James Bond. A partir de entonces los crímenes se suceden uno tras otro en un cerco que se estrecha en torno a Marîd. Algunos de estos asesinatos son cometidos con una saña y una crueldad desconocidas en un lugar como el Budayén, que no es ajeno a la violencia.

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Doctor en medicina, de Thomas M. Disch

Doctor en medicinaMinnesota sobrenatural es la secuencia de cuatro novelas que Thomas M. Disch publicó entre 1984 y 1999 después de abandonar la escritura de ciencia ficción. Una decisión tomada tras el escaso eco logrado por 334 y, sobre todo, En alas de la canción, y su descontento por el giro del mercado hacia el neoclasicismo y la fantasía; un entorno “hostil” hacia sus historias, en las antípodas de la aventura, el thriller, el optimismo y la forja del héroe. Movió sus trastos hacia el campo del terror donde tenía la esperanza que su visión pesimista del presente, la oscuridad de sus argumentos, la saña con sus personajes, fuera mejor recibida. Esto no se cumplió con la primera novela, El ejecutivo, una sátira de las historias de fantasmas a lo Un lugar agradable y tranquilo, si Peter S. Beagle se hubiera macerado en el yupismo y la cocaína que siete años más tarde llevaron a Brett Easton Ellis a American Psycho (cambiando la Gran Manzana por un suburbio católico del medio oeste). Le funcionó mejor en 1991 cuando se publicó Doctor en medicina, una fantasía oscura tejida casi con la misma madeja de El ejecutivo, a la que en su tercer y último acto incorporó una escenario de ciencia ficción de futuro cercano. Atestigua el éxito conseguido en EE.UU. su traducción en la colección bestseller de Ediciones B; una única edición señal de su pertinaz falta de atractivo para los lectores en España. Una constante que no por sabida deja de ser triste.

Si El ejecutivo era una ghost story grotesca, Doctor en medicina trabaja a partir de las ficciones de genios de la lámpara y los pactos mefistofélicos. Tal es la situación a la que se ve expuesto Billy el mismo día que la hermana Mary Symphorosa cuenta a su clase de primaria del colegio Nuestra Señora de la Merced que Santa Claus son los padres. Atormentado por la revelación y su carga catequética, en un día de invierno en St. Paul, Minnesota, el chaval no regresa a casa. Sentado en un banco del parque en plena tormenta, se materializa ante él un Santa Claus debajo de cuyos ropajes se esconde el dios Mercurio. Con la alegría de ver su creencia confirmada, el chaval regresa a casa para, tras una serie de interacciones, recibir de la deidad un caduceo; una herramienta para curar enfermedades y proteger la salud de quienes le rodean, pero también un vehículo para infligir dolor. Todo depende de unas normas a través de las cuales se establecen las idas y venidas del poder en él almacenado. Como en cada relato de los tres deseos, o en cualquier seguro que se contrate, las palabras, su gramática, su semántica, su interpretación (aquí incluso su rima) lo son todo. Algo que van a padecer las personas que le rodean y varias con las que se va a cruzar. A lo grande.

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Estación de tránsito, de Clifford D. Simak

Estación de tránsitoRecapitulemos todos los temas de ciencia ficción que aparecen en esta novela, que transcurre íntegramente en una cabaña y sus alrededores en un área despoblada de Wisconsin.

  • Sociedades galácticas
  • Temor al apocalipsis nuclear
  • Realidad virtual
  • Relación con extraterrestres
  • Inmortalidad
  • Ecología
  • Temor a la ciencia
  • Superpoderes
  • Cliodinámica
  • Teletransportación
  • Vida después de la muerte
  • Romance con IA
  • Encaje de la humanidad en el universo

Es magia, realmente. El tipo de magia que hacía antes la cf, y en sólo 206 páginas.

Cuando leí esta novela en mi adolescencia me gustó, pero no la coloqué en ese podio en el que para mí se fueron incorporando Las estrellas mi destino, Pórtico, Dune, Fundación, Tiempo desarticulado, Todos sobre Zanzíbar… Recuerdo que la colección Orbis de clásicos de la ciencia ficción la publicó como cuarto volumen; yo ya la había leído en Martínez Roca. Pensé que sin duda merecía estar entre las buenas, pero… ¿Después de El fin de la eternidad, 2001 y Tropas del espacio (que ya no me gustó entonces, pero la fama la tenía)? ¿Inmediatamente antes que Mundo anillo, El sol desnudo o Fahrenheit 451? Me pareció un reconocimiento desmedido.

No la había vuelto a releer hasta ahora y, como resulta obvio, me envaino mi opinión de hace 35 años sin pudor. Pero mucho, a fondo. Novelón, obra sensible, medida, exquisita, imaginativa, mutifacética, entrañable. Podría seguir, tengo mucho adjetivo acumulado y varios diccionarios de sinónimos por si quisiera continuar, pero creo que ya se capta mi idea.

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Animal Man de Grant Morrison (nº5): El evangelio según San Coyote

El Coyote y el Correcaminos

A algunos niños nos hicieron sentir que éramos los raros de la clase cuando explicábamos que los dibujos animados del Correcaminos y del Coyote nos provocaban tristeza si los sentíamos desde el punto de vista del Coyote, golpeado, despeñado, explotado, aplastado, requeteaplastado y vuelto a aplastar por tercera, cuarta y quinta vez en cada episodio. A algunos se nos ocurría que el Coyote ejercía de verdadero protagonista de los cortos de animación —un antihéroe sufriente—, y que el Correcaminos, al contrario de lo que nos querían vender, se comportaba como un villano.

La maldad del Correcaminos quedaba en evidencia por su manera de actuar. El Geococcyx californianus jugaba con ventaja. Como el espectador, el Correcaminos parecía consciente de que el Canis latrans jamás lo atraparía, porque de eso trataba esa versión desértica del universo warner: un bucle infinito en el que Wile E. Coyote siempre fracasaba. Un suplicio eterno para un Coyote que perdía de una forma bastante patética y que salía herido en cada corto. El Correcaminos, como el espectador, sabía dónde estaba situada cada trampa y cómo la había montado el Coyote. El Correcaminos jugaba con la colaboración del guionista de cada historieta, el cual siempre se podía sacar de la manga alguna doblez imposible espaciotemporal o incluir alguna transgresión de la leyes físicas para que el Correcaminos escapara y el Coyote siempre cayera desde las alturas y se estrellara contra el suelo. La gracia de los dibujos, claro, consistía en que después de que Wile E. Coyote sufriera la atracción de la gravedad (a los correspondientes 9,8 metros por segundo cada segundo o a otra aceleración, eso también dependía del guionista) y formara un cráter en el suelo, debía levantarse con magulladuras y muy dolorido, pero nunca moría.

El castigo de Sísifo multiplicado por diez, con la misma desesperación, pero con más dolor físico y con las risas añadidas de quienes observan cómo el castigado se hunde una y otra vez. Una variante del mito de Prometeo (al que un águila le devora el hígado, órgano que vuelve a regenerarse para que el ave vuelva a comérselo al día siguiente), pero con carcajadas. Al exponer el ciclo del Coyote de esta manera, la respuesta de los otros niños, y más tarde de los adolescentes, era invariable: sólo son dibujos para reírse un rato, hay que pasarlo bien y ya está, pero qué ideas más enfermizas se te ocurren. Se trataba de un informe en minoría que provocaba casi siempre la misma respuesta: el rechazo mayoritario de aquellos a quienes exponías este enfoque, que rechazaban la propuesta y continuaban formando parte del bip bip team, esto es, del lado correcto y feliz de la existencia. Quienes sentíamos empatía por Wile E. Coyote y no nos reíamos con los cortos acabábamos sintiéndonos mal. Debía existir algo erróneo en nuestra manera de ser y de interpretar los dibujos animados. Quizá tenían razón. Tal vez algunos éramos retorcidos y no nos sabíamos divertir. Lo kafkiano no se hallaba en aquel universo cerrado de dos protagonistas en carrera continua, los kafkianos éramos los miembros del Coyote team.

Hasta que en 1988 llegó el cómic nº 5 (The Coyote Gospel) de Animal Man de Grant Morrison.

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El pelotón de los torpes ahora siempre gana

Peacemaker. La exaltación del pelotón de torpes en los superhéroes

No, no hablo de las historias de superación de gente que atraviesa una dificultad puntual. Ni del underdog, ese personaje tan característico de la mitología yanqui, Rocky Balboa recibiendo tunda tras tunda hasta que de repente, ante la oportunidad de su vida, se sobrepone a todo y consigue dar lo mejor de sí mismo. Tampoco de conjuntos de aire cómico con la entrañable banda de Campeones. Me refiero a grupos compuestos por tipos descartados, a veces injustamente, pero otras por ser patosos, por torpes, por viejos, por bobos. No por pobres o feos, condiciones superficiales que pueden esconder talento. Hablo de personajes sin él; de gente realmente falta de un hervor.

Todo esto es la evolución de un fenómeno que me parece muy relevante en la narrativa (en cualquier vertiente artística) del siglo XXI: la conformación de familias postizas como entrañable columna sobre la que vertebrar arcos narrativos largos, sea una serie de televisión o de novelas.

El origen de los personajes acompañantes en la cultura popular

Seguro que hay ejemplos previos en los folletines decimonónicos, pero mi impresión es que ese encumbramiento del interés por el entorno sobre la propia trama empezó a fraguarse con la veneración por las historias de Sherlock Holmes. Cuando uno las lee realmente, se sorprende de que personajes que ha visto con numerosas frases en cualquier adaptación, como la señora Hudson o los Irregulares de Baker Street, no sólo aparezcan en contadas ocasiones, sino que no sean más que atrezzo.

Se empezaron a rastrear con fruición detalles similares que apenas dejaron ni Simenon en su Maigret ni Agatha Christie en su Poirot; tampoco avanzaron mucho Rex Stout con su Nero Wolfe ni Erle Stanley Gardner en su Perry Mason. Pero progresivamente se entendió que ahí había chicha, y en series de novelas de los sesenta-setenta como las de Chester Himes, Donald Westlake, Robert Parker o Stuart Kaminsky ya el paisanaje cobra protagonismo. En España, tras arranques dubitativos en ambos casos, se sumergieron en ese desarrollo de escenario tanto Francisco González Ledesma como Manuel Vázquez Montalbán, pero me gustaría recalcar el entorno manchego de partidas en el casino, desayunos con churros donde la Rocío, filósofos rurales y paseos en el Seiscientos del veterinario por la Tomelloso de Francisco García Pavón.

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