Es sabido que Stephen King escogió el pseudónimo de Richard Bachman para publicar un puñado de novelas. Como descanso, realmente, de sí mismo, e imagino que para ver que podía vender su talento sin la maquinaria de la publicidad ni la reymidasizada condición de su nombre. Ya he comentado que aterricé tarde en King. Durante años lo único que había leído de él era Mientras escribo, y sólo ahora, finalmente rendido, he empezado a adentrarme en su narrativa. La larga marcha era uno de los títulos que más me llamaban la atención; más, seguramente, que otras obras más reputadas o que las ya conocidas por las adaptaciones al cine que normalmente traen sus libros consigo como panes bajo el brazo.
Me gusta caminar y la premisa de esta novela ya me parecía interesante, curiosa. Un grupo de chavales caminando hasta morir. No sé. ¿Qué será esto? ¿Algo un poco raro, quizá? La maquinaria que lo orquesta todo en la novela, el porqué de esa larga marcha y la mentalidad colectiva, organizada y estructurada, que por una parte la fomenta, que la incita, y que por otra la acepta, es el corazón de esta novela escrita por un jovencísimo King que la desechó y reaprovechó años después, como digo, para publicarla bajo el experimento de Bachman.
Moderada distopía en la línea de la película setentera Punishment Park, de Peter Watkins, la novela, si digo que es moderada, es porque no opta por un imaginario exagerado, chillón, que extreme algunos de los rasgos más idiosincráticos de su tiempo para hacer de ellos una imagen grotesca. Como en la película de Watkins, aquí no hay grandes deformaciones de la realidad. No es, ciertamente, Un mundo feliz ni 1984. En estas páginas vemos mundos que son los nuestros. Y tanto en el libro como en la película hay un control estatal que se entromete en las vidas de la gente: el Estado no tolera la disensión. Cuando la sospecha, mata.