La larga marcha, de Stephen King

La larga marchaEs sabido que Stephen King escogió el pseudónimo de Richard Bachman para publicar un puñado de novelas. Como descanso, realmente, de sí mismo, e imagino que para ver que podía vender su talento sin la maquinaria de la publicidad ni la reymidasizada condición de su nombre. Ya he comentado que aterricé tarde en King. Durante años lo único que había leído de él era Mientras escribo, y sólo ahora, finalmente rendido, he empezado a adentrarme en su narrativa. La larga marcha era uno de los títulos que más me llamaban la atención; más, seguramente, que otras obras más reputadas o que las ya conocidas por las adaptaciones al cine que normalmente traen sus libros consigo como panes bajo el brazo.

Me gusta caminar y la premisa de esta novela ya me parecía interesante, curiosa. Un grupo de chavales caminando hasta morir. No sé. ¿Qué será esto? ¿Algo un poco raro, quizá? La maquinaria que lo orquesta todo en la novela, el porqué de esa larga marcha y la mentalidad colectiva, organizada y estructurada, que por una parte la fomenta, que la incita, y que por otra la acepta, es el corazón de esta novela escrita por un jovencísimo King que la desechó y reaprovechó años después, como digo, para publicarla bajo el experimento de Bachman.

Moderada distopía en la línea de la película setentera Punishment Park, de Peter Watkins, la novela, si digo que es moderada, es porque no opta por un imaginario exagerado, chillón, que extreme algunos de los rasgos más idiosincráticos de su tiempo para hacer de ellos una imagen grotesca. Como en la película de Watkins, aquí no hay grandes deformaciones de la realidad. No es, ciertamente, Un mundo feliz ni 1984. En estas páginas vemos mundos que son los nuestros. Y tanto en el libro como en la película hay un control estatal que se entromete en las vidas de la gente: el Estado no tolera la disensión. Cuando la sospecha, mata.

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Apartamento 16, de Adam Nevill

Apartamento 16Adam Nevill es el autor de El ritual, aquella historia de cuatro amigos perdidos en un bosque asediados por la culpa del superviviente, el folk horror y el terror preternatural. Pero no quiero tirarme el pisto de haberla leído; me conformé con disfrutarla en su adaptación distribuida por Netflix en 2017. En el club de lectura de la TerSa llevábamos tiempo hablando de leernos uno de sus libros y, de todos los traducidos, nos decantamos por esta novela publicada en 2011 por Minotauro. La sinopsis con un edificio encantado en el medio de Londres, conexiones con artistas nazis, la decadencia de los paisajes urbanos y cultos a dioses de otra dimensión tanto podía ser más de lo mismo, una actualización de Nuestra señora de las tinieblas a los tiempos del auge del populismo de derechas, una garantía de inmersión, atmósfera, el espíritu de nuestro tiempo… Sin duda, nos dio conversación.

Detrás de la historia de la joven estadounidense, April, que acude al Reino Unido a solucionar una herencia tras la muerte de un familiar, su tía Lillian, se suceden los estereotipos. Una situación económica precaria que empuja a conseguir pasta; una muerte que no despierta sospechas hasta que se mira un poco; un comportamiento errático de la fallecida, caracterizado por su deseo de abandonar un edificio, Barrington House, sin éxito; unos vecinos extravagantes y ligeramente hostiles hacia la joven; el descubrimiento del vínculo del edificio con ese pintor olvidado que pasó la Segunda Guerra Mundial entre rejas por sus filias nazis…

Hay más detalles, porque la lista de checks es amplia, incluyendo el flirteo con un especialista en el pintor. Pero aquí hemos venido a jugar y hay cosas que Nevill resuelve bien. Sobre todo la manera de construir la tensión con los oportunos cliffhangers, una sensación ominosa construida por la proverbial presencia que parece acechar a la joven y el descubrimiento de las capas de pasado que han llevado hasta este momento. En los diarios de la muerta, que transmiten el nivel de psicosis en que debió vivir queriendo escapar sin conseguirlo. Y en lo que rodea al pintor, en particular un grupo de excéntricos seguidores que lo han convertido en el centro de sus vidas. Este grupo pintoresco, unido al punto cotidiano de las pesquisas de April, son los pequeños atractivos en ese conjunto transitado y previsible. Un poco como si Ramsey Campbell se diera de bruces con una tropa de ufólogos más propios de Mars Attack que de Independence Day.

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Un círculo completo, de Beatriz Alcaná

Un círculo completoMe ha gustado mucho la mitad de esta novela corta. Los capítulos impares en los cuales Beatriz Alcaná cuenta la historia de Viviane, una guía “turística” en un universo de bolsillo donde, en bucle, se reproduce el París de la Belle époque. Su enamoramiento de un poeta le lleva a encontrarse con él mientras pasea por la ciudad y muestra cómo funciona el desplazamiento temporal; sobre todo para quienes no tienen los medios para servirse de él como fuente ocio o de una experiencia y lo convierten en un lugar de trabajo. Una perspectiva alienante a la cual la joven intenta exprimir todo su jugo. A su vez, en los capítulos pares el protagonismo lo toma Denis, compañero de Viviane, pagafantas enamorado, no correspondido y monitor por el otro lado de las bambalinas: la estructura corporativa que explota el recurso.

Alcaná diferencia con claridad la estética de ambas secuencias. El relato de Viviane es un exuberante recorrido por ese París previo a la Primera Guerra Mundial, con unas descripciones detalladas que, en su riqueza, además de ilustrar un escenario vívido, muestran las facetas del personaje: su pasión por el período y su obsesión con una figura alrededor de la cual hace girar sus visitas; su determinación, subrayada mediante los comportamientos tolerados y censurados a quienes llegan hasta allí; sus transgresiones, sus causas y sus consecuencias. La conexión entre el mundo interior de Viviane y el lugar narrativo es fehaciente.

Mientras, al otro lado del velo sistémico, las vicisitudes de Denis son un poco “sobre la explicación del viaje en el tiempo”, escrito más como soporte explicativo que como relato en sí mismo. Denis carece de la entidad de Viviane, y la textura de ese presente desde el cual se extraen entornos completos para ser utilizados como si fueran un resort en la República Dominicana queda atenuada por su función explicativa. Lo importante es arrojar luz sobre el novum; que el lector no albergue dudas sobre cómo funciona la tecnología, su explotación económica, las consecuencias para quienes viven de ella, o, en una vuelta abracadabrante, quienes se ven apartados del curso del universo para terminar atrapados sin saberlo en un ciclo infinito. Esta distinción entre planos, el hecho que una parte de la narración a ratos sea una muleta de la otra, limita el alcance de Un círculo completo.

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La otra Disney, volumen 1 (1946 – 1967), de Alberto Corona

La otra Disney vol. 1A mediados de los 80 mis hermanos y yo comíamos cada sábado en casa de mis abuelos paternos. Tenían un reproductor de vídeo y alquilaban una película que veíamos religiosamente después de la comida. En aquellas sesiones de papeo y peli nos tragamos gran parte del catálogo de Filmayer, la distribuidora de Disney en España, que en el videoclub lucían con sus carátulas de color blanco. La isla del tesoro, Secuestrado, El cuarto deseo, las de Herbie… Ajeno a los cines de reestreno, las sesiones dobles y la realidad cinematográfica de la época en que se rodaron, siempre había asociado muchas de ellas a la serie B o a material orientado al mercado televisivo (las del oeste, ¡Pollyana!) hasta que escuché a Alberto Corona hablar sobre ellas en un podcast a raíz de la publicación de este libro. Se abrió ante mi una realidad opuesta en la cual Las tres vidas de Tomasina o Un gato del FBI habían tenido el mismo tratamiento que El abismo negro o El dragón del lago de fuego, con Walt Disney involucrado en la producción de la mayoría de ellas hasta el mismo momento de su muerte. Esto, más la excelente comunicación de Corona, me llevaron a este libro, dividido en dos volúmenes. El primero publicado en 2020 y el segundo en 2023.

Cada uno de sus veintiséis capítulos trata cronológicamente las películas producidas, centrándose cada uno de ellos en una, diseccionada como piedra angular del estudio. El resto aparecen diseminadas en su interior, tratadas de manera más anecdótica, con comentarios que en general se realimentan con lo desarrollado a modo de refuerzo. Con esta estructura Alberto Corona logra algo a priori complejo. El texto no es una colección de fichas compartimentadas con mínimas conexiones entre ellas, sino que, en cada sección, elabora una serie de temas que van y vuelven mientras se establece una historia de la productora que, a la vez, es un estudio de la figura de Walt Disney. Su legado.

Hay una serie de cuestiones que se van haciendo presentes con el transcurrir de los años y las películas hasta conformar ese ideario. Una recursividad que explota en la que sería la gran obra detrás de la que estuvo involucrado: Mary Poppins. A ella se dedica el capítulo más extenso de La otra Disney vol. 1, sin duda el mejor escrito y el más elaborado. La culminación de la secuencia de todo lo que hemos leído anteriormente.

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El señor de los djinn, de P. Djèlí Clark

El señor de los djinnYa comenté Ring Shout, una novela de P. Djèlí Clark que se retrotraía a los tiempos fundacionales del pulp y las historias superheroicas para plantear una fantasía oscura con una mitología bastante original. Un año más tarde (2022), la editorial Duermevela publicó El señor de los djinn, una nueva historia de fantasía con un componente de ucronía más profundo y, hasta cierto punto, singular; lejos de trabajar sobre el escenario histórico/cultural dominante, sitúa el argumento en un Egipto convertido en una potencia global después de que la magia haya regresado a nuestro plano. Un entente con las criaturas de la tradición árabe ha permitido al país liberarse del yugo colonial hasta establecer un orbe de influencia que ha desplazado al resto de potencias (las participantes en la Primera Guerra Mundial).

Este nuevo orden mundial tiene su recorrido bien avanzado el libro. El señor de los dijinn se abre con el relato “Muerte de un djinn en El Cairo”, con un alcance más limitado, mucho más local. Aunque no es indispensable para disfrutar de la novela, su emplazamiento introduce un elemento importante en la resolución de la trama. En este mercado donde acceder a relatos se hace cada vez más complicado, es un valor añadido a cualquier libro. Además es una agradable presentación del escenario y su protagonista: Fatma el-Sha’arawi; la agente más joven del Ministerio de Alquimia, Encantamientos y Entidades Sobrenaturales obligada a resolver el asesinato de un ángel por una causa más allá de quitarle de en medio.

Pongo entero la etiqueta de la entidad para la cual trabaja porque ahí está lo más disfrutable del relato y la posterior novela: el lugar narrativo que construye P. Djèlí Clark. Un Egipto a pie de calle donde la vida cotidiana ha sido transformada por la presencia de seres preternaturales. Coexisten diversas mitologías y creencias: las dominantes en Egipto (los musulmanes representados por la agente), las sectas menores (el culto hacia los viejos dioses de Egipto entre las clases más pobres, que parecen de regreso), las principales en otros lugares (Alemania con su propio acuerdo con sus criaturas; la negación que existe en EE.UU.)… Esta faceta de fantasía se vincula con una social donde, a pesar de los avances, los problemas de racismo y machismo se perpetúan. Incluso en los lugares más avanzados, hay anclas que se aferran a los viejos modos.

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La señora Potter no es exactamente Santa Claus, de Laura Fernández

La señora Potter no es exactamente Santa ClausNo diría que es leer, lo que hacemos con La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Al abrir la novela de Laura Fernández lo que hacemos es adentrarnos en ella, caminar por ella. Vagar por sus páginas de la mano de una prosa que te dirige (como veremos más tarde), en un deambular acompasado. La historia no es una línea recta, tampoco; es una serie de aspersores entrecruzados (vamos a decirlo así, por qué no), y es tan invernal y está tan bien tejido y conseguido el ambiente –la sensación de invierno, quiero decir, por la que casi recomendaría el libro como gran lectura de verano– que verdaderamente te separa del entorno en el que estés, arropándote con las descripciones de ese pueblo con el raro pero inolvidable nombre de Kimberly Clark Weymouth.

Ya de entrada, en los primeros pasos que damos, vemos varias cosas. Lo primero, el paisaje nevado no es sólo una constante: es el elemento definitorio de las vidas de la gente. Me recordó un poco a la Narnia de C. S Lewis (en el único sentido de lugar nevado, hostil y sin encanto), donde la nieve no es una manta silenciosa sino una fatalidad. La topografía es como la de una novela de fantasía sin fantasía: una superficie inventada donde ocurren hechos reales, afantásticos, pero donde todo tiene el inconfundible aroma de lo fantástico, acentuado, como veremos, por el tono y el lenguaje.

La novela dentro de la novela (“La señora Potter no es exactamente Santa Claus”), es una operación parecida a la que vemos en tantos otros libros pero de entre todos los ejemplos no me resisto a citar el caso de  La broma infinita como referente o modelo principal por ese magnífico ‘Frigoríficos Don Gately’ que aparece en la novela como homenaje directo, indisimulado. Todos, en la novela, han leído la novela, y el fenómeno lector ha sido tan extremo que hasta hay una tienda de souvenirs que vende merchandising del libro, con éxito. También hay una serie de detectives con fanáticos y fanáticas que son legión. También se entrecruza la historia de Stumpy, el agente inmobiliario recién llegado al pueblo, con periodistas, el cotilleo extendido de todo un pueblo, la hija del escritor de novelas que se basa o no en la serie, y la ausencia, siempre tan llamativa, de la autora de La señora Potter.

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Linaje ancestral, de Adrian Tchaikovsky

Linaje ancestralEsta novela corta es un poco resumen de parte de lo que me aliena de la ciencia ficción actual. Como si Adrian Tchaikovsky no tuviera confianza en que el artefacto que ha creado pudiera explicarse por sí solo, son los personajes quienes, en sus parlamentos, dejan negro sobre blanco el significado de una parte sustancial de lo que el argumento pretendía comunicar. Una poética de la ciencia ficción de baratillo que sobreexplica hasta extremos difíciles de justificar, discursiva al nivel de una homilía para una clase de sexto de primaria. Una pena porque hay otras cuestiones mejor tratadas, donde sí se preocupa por construir su novum desde una cierta sugerencia.

En Linaje ancestral los descendientes de la humanidad, después de haber colonizado un planeta, han perdido la noción de su origen y han caído en una pseudo edad media. Sin embargo, entre ellos queda al menos uno de los primeros colonizadores. Nyrgoth ocupa una infraestructura donde tiene a su disposición toda la tecnología que le llevó al planeta. Pasa décadas en animación suspendida y apenas despierta durante cortos periodos para realizar labores de supervisión o intervenir en alguna crisis. El momento cuando los habitantes del planeta acuden en su busca para solicitar la ayuda del Ancestro. Con esa intención se presenta a las puertas de su santuario la princesa Lynesse. Un mal asola las fronteras más lejanas del reino y nadie parece hacer nada para detenerlo.

Adrian Tchaikovsky intercala dos narradores en Linaje ancestral. Nyrgoth relata en primera persona los hechos a la manera de un relato de aventuras de ciencia ficción, con una visión desde un entorno dominado por la tecnología. Mientras, un narrador en tercera persona cuenta los hechos protagonizados por Lynesse como si estuviéramos ante una novela de fantasía épica; el punto de vista de una persona para la cual los medios de Nyrgoth son tan avanzados que los interpreta como sobrenaturales. En la transición entre capítulos Tchaikovsky deja oportunos solapamientos argumentales para enfatizar esa sucesión de percepciones. La maravilla de ser testigo de lo imposible versus dejar al margen la superstición para aterrizar lo ocurrido.

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Furias desatadas, de Richard Morgan

Furias DesatadasEn un “qué hubiera sido y no fue” aplicado a la traducción de fantasía y ciencia ficción durante el boom de la primera década del siglo, alguna vez me he preguntado qué hubiera ocurrido si Carbono alterado, además de una traducción a la altura del contenido, hubiera funcionado comercialmente hasta ver sus dos continuaciones publicadas en Minotauro. Seguramente también hubieran terminado en los cajones de saldos de El Corte Inglés, pero con un número de lectores mayor de los que a la postre han tenido, incluso con el viento a favor de su adaptación al formato serie.

Las ventas de Carbono modificado debieron ser interesantes (hubo una reimpresión en tapa blanda y una reedición en tapa dura). Sin embargo, Ángeles rotos y, sobremanera, Furias desatadas han pasado sin pena ni gloria por las librerías y la fandomsfera, fruto de los vaivenes de Gigamesh durante sus últimos años como editorial. Algo lastimoso en Ángeles rotos. Como dejé por escrito en su introducción, una de las novelas bélicas más memorables de la historia de la ciencia ficción, superior a otras que han gozado del favor del público caso de La vieja guardia. Además es una pirotécnica historia de artefacto que se ajusta a los temas recurrentes de la serie, sobre todo ese giro alrededor de las relaciones de poder en el capitalismo tardío y las secuelas de la neocolonización. Furias desatadas me parece arena de otro costal.

Lejos de apuntar en una nueva dirección, la tercera y última novela protagonizada por Takeshi Kovacs es una criatura de Frankenstein cosida con remedos de Carbono modificado y Ángeles rotos, sin apenas cultivar nuevas vertientes. Aunque Richard Morgan sí hace una siembra. El regreso de Takeshi Kovacs a su planeta de nacimiento implica un reencuentro consigo mismo y sus circunstancias a niveles no vistos. Sus recuerdos de una dura infancia, los padecimientos de un amor perdido de manera trágica, volver a cruzarse con sus antiguos compañeros entre los enviados, sumirse en las ascuas de la rebelión quellista… Todo esto se lleva de manera tan desequilibrada, y tiene una importancia tan nimia más allá de la epidermis, que la narración colapsa bajo el peso de un porrón de páginas que no conducen a ningún sitio provechoso más que los puntuales fogonazos de rabia del complejo Kovacs/Morgan.

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La Isla Grande en el mar eterno, de Pablo Loperena

La Isla Grande en el mar eternoEs un gran creador de mundos, el navarro Pablo Loperena. Lo demuestra con creces en Ciudad nómada, rebaño miseria —la novela que brotó de su relato homónimo, ganador del premio Alberto Magno en 2016—, y vuelve a hacerlo en La Isla Grande en el mar eterno, recientemente publicada por Insólita, donde se zambulle en la mitología del vudú caribeño para desgranar el devenir de los miembros de una tribu en Haití. Aunque el escenario es nuevo —la historia se desarrolla en esa «Isla Grande» del título—, el marco temporal es el mismo futuro postapocalíptico que ya pudimos atisbar en su primer libro: un planeta Tierra sobreexplotado, exprimido como un limón, que el capitalismo ha devorado hasta los huesos.

Se intuye detrás de La Isla Grande en el mar eterno una labor de documentación mastodóntica, exhaustiva. Es obvio que Loperena sabe de lo que está hablando, y que está encantado de mostrárselo al lector. Consagra su pluma exuberante, casi barroca, a la construcción de la sociedad que ha concebido, y lo hace con minuciosidad y sin prisas, como si del mecanismo de un reloj se tratara, recreándose en cada rito de la congregación, mostrándonos con abundancia de detalles cómo es la vida cotidiana de los habitantes de la isla, qué clase de artefactos utilizan, cuáles son sus valores y creencias, cómo se relacionan entre ellos y cómo se articulan sus políticas con otros grupos vecinos. El worldbuilding, en resumen, es deslumbrante. Y cuánto mérito, además, esto que consigue hacer el autor: ahondar en el universo de Ciudad nómada, rebaño miseria con una novela tan radicalmente distinta de la anterior.

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Wish I Was Here, de M. John Harrison

Wish I Was HereLos escritores que participaron de la new wave han fallecido prácticamente todos. Así, sin mucha reflexión, entre los nombres con un cierto peso apenas quedan entre nosotros Samuel R. Delany, Michael Moorcock y Norman Spinrad. Dada su edad y problemas médicos, la terna años con un perfil bajo, un relato allí, otro allá… De quienes continúan al pie del cañón, ya octogenario y tras haber sufrido un infarto, el más renombrado es M. John Harrison. Aunque su producción principal no comenzó hasta la década de los setenta, su manera de entender la literatura no se puede explicar sin aquella revolución que dinamizó la cf una década antes para terminar marcada con la señal de Caín. Lejos de entregar la cuchara, Harrison se convirtió en uno de los mayores defensores del movimiento sin más discurso que predicar a través de su obra.

Cuando H. G. Wells escribió La máquina del tiempo y construyó el elemento central de su novum, la humanidad escindida en elois y morlocks, hizo mucho más que construir un artefacto para hablar sobre la sociedad victoriana. Fue uno de los pilares en los cuales se levantaría la ciencia ficción posterior, vehículo para contar, desmontar, criticar, proyectar el tiempo en que se escribe. Ciento treinta años más tarde gran parte de la ciencia ficción remite a los elementos narrativos que Wells puso en juego en ella y las cinco novelas que publicó a continuación, con variaciones incorporadas posteriormente, sobre todo argumentales. Como si nuestra forma de pensar fuera la misma, continuáramos trabajando en las grandes industrias, viviéramos acumulados en barriadas, hubiera dos partidos políticos que representaran ideas contrapuestas, los estados nación continuaran gobernando nuestros destinos…

También están ahí los arcos dramáticos donde la evolución de los personajes debe ir aparejada al despliegue de una trama cuyo final debe responder con una claridad meridiana a la mayoría, por no decir todas, las cuestiones abiertas; una línea entre autor y lector libre de broza y un mensaje nítido formulado con rotundidad, como si el mundo fuera el del modernismo, la fe en la ciencia y la confianza en el progreso de la humanidad. O el posmodernismo quedara arrinconado a aspectos formales, a jugar con la trama o la figura del narrador dejando interpretaciones nítidas, apenas abiertas a discusión.

Harrison lleva décadas trabajando en otra línea, más o menos satisfactoria para los lectores que se cruzan en su camino, en una continua búsqueda de cómo plasmar el espíritu de nuestro tiempo en una serie de relatos y novelas que apenas se parecen en nada al resto de lo que se sitúa en las estanterías a su lado. Cuando Harrison hizo promoción de Nova Swing, grabó un audio superexpresivo en el cual trataba de definir lo que había escrito. Hoy en día no se puede escuchar, pero sí leer la traducción de Luis G. Prado.

En 2023 Harrison publicó un libro de memorias: Wish I Was Here. Y, como era esperable, nos entregó un texto que no es una biografía al uso, o una sucesión de recuerdos con algún tipo de hilo conductor, una progresión… Por ese motivo, para quien busque (como yo en algún momento) unos recuerdos disciplinados que cuenten lo que fue el swinging London, moverse en el fandom de los 60 y los 70, su percepción de su obra desde la senectud… puede ser frustrante. Pero para los interesados en la escritura o en una literatura construida más allá de las ideas y la trama, puede ser estimulante.

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