Solaris, de Stanislaw Lem

Solaris

Solaris

Las personas no nos comprendemos. Nuestra comodidad, nuestro egoísmo o, simplemente, nuestro miedo a lo distinto impiden un total entendimiento con aquellos que nos rodean; personas como nosotros, con problemas como los nuestros. Otras veces no podemos. Se imponen barreras idiomáticas, culturales, sociales, económicas, generacionales, culturales,… La comunicación se llena de una especie de estática.

Si ni siquiera podemos comprendernos a nosotros mismos, ¿cómo podríamos hacerlo, si se diera el caso, con un ser que no es humano y que ni siquiera percibe la realidad del modo que lo hacemos nosotros?

He aquí una fábula sobre criaturas que no comprenden a pesar de desearlo.

Alejado de acciones trepidantes o de excesos tecnofílicos, Stanislaw Lem se sirvió a lo largo de su obra de los elementos propios de un autor de ciencia ficción y de sus instrumentos para abordar un profundo análisis del ser humano. En sus robots, extraterrestres y civilizaciones alienígenas se nos revelan, como a través de un grotesco espejo, las carencias, fallos e iniquidades del hombre, tanto de la sociedad como de los individuos que la conforman.

Solaris no es una excepción a la regla. Abandonando el tono satírico y de un cierto humor desesperado que desprenden sus fábulas sobre robots o las aventuras de Ijon Tichy, adopta en esta novela un tono árido, gris, serio y muy frío para narrar una historia que, con un importante componente de terror psicológico, viene a ser una seria crítica sobre las relaciones humanas y el método científico, un profundo análisis sobre el fenómeno de la comunicación y, también, una advertencia. Tomando al ser humano como medida de todas las cosas sólo se puede llegar, en el mejor de los casos, a una comprensión deficiente del universo. Y en el peor, a una total y completa incomprensión.

Chris Kelvin llega a la Estación Solaris, un complejo científico que orbita alrededor de un lejano y extraño planeta con el mismo nombre, a bordo del Pometheus (bautizada así en honor a la figura mitológica que regaló el conocimiento al hombre y fue castigada por ello. Una fina ironía de Lem teniendo en cuenta el desarrollo posterior de la historia)  con la intención de sustituir a uno de los miembros de la tripulación que ha muerto en extrañas circunstancias (Snaut) y sumarse a los dos restantes: Sartorius y Gibarian. A su llegada se encuentra con un panorama que no preveía: todo indica que Snaut se suicidó, Gibarian parece aterrado y al borde de la locura, y Sartotius vive aislado en su laboratorio sin prácticamente salir de él. Pero hay alguien más en la estación espacial. Unas extrañas presencias fantasmales: un niño y una desnuda mujer negra que se pasea por los pasillos de la nave.

Tras las primeras páginas queda bastante definido lo que será el tono general de Solaris y su ambientación: la claustrofóbica atmósfera de la Estación Espacial; la frágil cordura de sus habitantes; la afilada paranoia que te obliga a volverte y mirar a tus espaldas pues, por estúpido que parezca, en medio del vacío cósmico, permanece la sensación de que no se estás solo, de que hay alguien más;… También quedan presentados los personajes: los tres científicos a la deriva y, ante todo, Solaris, un planeta cubierto de una sustancia líquida que parece tener conciencia propia y que reclama para sí el derecho de ser el protagonista de la historia tras el segundo capítulo.

En éste, a modo de interludio, Lem nos regala en un imaginativo ejercicio literario un  tratado sobre los estudios de Solaris, tan minucioso y extenso que cuesta creer que los científicos, corrientes de pensamiento, obras capitales y estudios citados sean puramente ficticios. Un ejercicio muy del gusto del autor y que podemos encontrar en sus prólogos a libros imaginarios recogidos en Vacío perfecto y algunos de sus relatos, como la bibliografía destrucciana recogida en el primer relato de Diario de las Estrellas II. Viajes y Memorias. Este capítulo constituye una velada pero no por ello menos feroz crítica a la comunidad científica, que pretende alcanzar un conocimiento global del universo a partir de puntos de vista humanos, perdiéndose por ello en un mar de incomprensión y despropósito.

A Kelvin pronto le espera un sorpresivo encuentro con Harey, la que fue su pareja en la Tierra, muerta años antes tras suicidarse, que trae consigo un halo de incertidumbre ¿Quiénes son esas apariciones que cohabitan la estación espacial con los científicos y que parecen haber sido extraídos de sus recuerdos más intensos y dolorosos? ¿Son fantasmas? ¿Son creaciones del planeta para comunicarse con los humanos? ¿Es quizá una nada sutil técnica de guerra psicológica con la intención de ser dejado en paz? ¿Sabe Solaris de los humanos? ¿Los percibe siquiera?

Independientemente de las respuestas, Lem consigue crear uno de los seres extraterrestres más complejos y originales de la historia de la ciencia ficción en tanto que, cuantos más datos se obtienen de sus características morfológicas y su actividad más lejos se está de entenderlo. ¿Quién dijo que en toda novela de “primer contacto” (y esta lo es por derecho propio) la comunicación ha de establecerse con éxito?

Aunque algo queda nítido. Con su aparición, Solaris parece darnos la clave al fallido intento de establecer comunicación y a la vez la solución: pretendemos comprender algo que vas más allá de toda medida humana cuando ni siquiera somos capaces de entendernos a nosotros mismos. Y ésta es, creo, una constante en la obra de Stanislaw Lem: la reivindicación del ser humano. El hecho de que primero van las personas, sus sentimientos, su felicidad, su bienestar y después la conquista de la naturaleza y el triunfo del ingenio y la técnica sobre la creación. Después. Pero nunca antes.

A esto hay que unirle el indudable sentido de la maravilla que exuda y que llega a eclipsar en ciertos momentos los sentimientos de sordidez, frialdad, aislamiento y tensión psicológica que construyen su tono general. Es tal el misterio que supone Solaris y tan increíble lo que experimenta la sufrida tripulación (la descomunal magnitud de las simetríadas y asimetríadas, de los fungoides y mimoides, de la calmada o enfurecida superficie de un planeta viviente) que cuesta no mirar al cielo nocturno y preguntarse si maravillas así existen en realidad. Si llegaremos a verlas aunque no las entendamos.

Por ello debemos agradecer a Lem que jamás se prostituyera ni se dejara presionar por  imperativos editoriales, y no nos “regalase” nunca un Solaris II, una Solaris revelada o una Saga de Solaris. Personalmente soy de los que prefieren el misterio y el secreto a la explicación minuciosa de todos los comos y porqués. Prefiero que me dejen con el regustillo del “¿que querrá decir?” a verme en la tesitura del “boh… así que significa esto…“. Por eso soy un firme defensor de Pórtico pero no de La saga de los Heechee, o de A vuestros cuerpos dispersos y no de La saga del Mundo Río. Creo que el sentido de la maravilla brilla doblemente cuando la incógnita y el secreto aun no han sido desvelados.

Y Solaris es de los libros que brilla de una manera especialmente intensa.

Un comentario en «Solaris, de Stanislaw Lem»

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