¿Necesita la literatura evolucionar para responder a los atractivos de la inconmensurable oferta audiovisual a disposición del consumidor de cultura? Tal vez no se trate de una exigencia para estar a la altura de los tiempos, cuando la literatura siempre ha sido capaz de lanzar su mensaje por encima del tumulto, incluso en épocas aún más oscuras para el intelecto que la nuestra. Quizá se trate, simplemente, de aprovechar logros ajenos para explorar nuevos territorios. Conducir con mayor audacia la imaginación, aprovechando fronteras abiertas por otros creadores.
El atlas de las nubes es una hermosa novela, osada y escrita con un exquisito buen gusto por David Mitchell, que ya había demostrado a los lectores españoles avisados ser un narrador de una pasta muy especial con Escritos fantasma. La clave de ambos libros es el uso de una técnica que va más allá del fix-up –es decir, de la acumulación de relatos vagamente relacionados para formar un libro–, y que alcanza aquí casi su perfección. La estructura del libro es memorable: se comienza con un relato en las islas del Pacífico en el siglo XIX; se pasa a las cartas que un joven músico dirige a su antiguo amante desde una finca belga en la que ayuda a un viejo compositor a escribir sus obras postreras; luego llegamos a un relato policiaco en la California de los años setenta, con una dinámica periodista que busca desvelar los manejos de una empresa de energía nuclear; conoceremos más tarde a un editor que ha conseguido su gran éxito por casualidad pero que se ve internado en un asilo en la Inglaterra actual; llegaremos a un futuro distópico, donde el capitalismo utiliza a humanos criados en probetas para mantener la economía; y acabaremos el recorrido con una futura humanidad en declive, de nuevo en el Pacífico. Salvo este último, todos los demás quedarán interrumpidos por la mitad para dar paso al siguiente, mientras que la historia crepuscular será la primera en cerrarse para dar paso de nuevo a la distópica, luego a la contemporánea, etcétera, para terminar el libro con el cierre del relato original.
Aunque existen ocasionales ejemplos literarios de estos tipos de estructura –y me dicen amigos informados que Haruki Murakami, al que apenas he leído en alguna ocasión, utiliza con frecuencia técnicas similares–, creo evidente que Mitchell es sobre todo deudor de Quentin Tarantino o Alejandro González Iñárritu por la cualidad mestiza de su forma de narrar. Sin embargo, las obras de estos directores, con ser originales, no tienen la ambición y el acabado de El atlas de las nubes. Aún más, lo interesante en la obra de Mitchell es que esta estructura con un punto circense está sobradamente justificada y se cierra con un brillante éxito, porque todas las historias están entrelazadas, lo que ocurre en cada una de ellas se demostrará –siquiera parcialmente– originado en la previa, y cada una mantiene pese a todo una personalidad propia intensa e interesante. Es como una gigantesca y hermosa plasmación de la teoría del efecto mariposa a través de los kilómetros y los siglos.
Lo que hace de El atlas de las nubes algo único es que, además, Mitchell no sólo se plantea un reto deliberadamente complicado y lo resuelve, sino que en cada ocasión, utiliza herramientas completamente diferentes –narrador, nivel léxico, registro…– para resolver las historias, en una demostración de versatilidad sorprendente. En particular, como experto en literatura de ciencia ficción, me cautiva cómo Mitchell utiliza recursos de este género con una liberalidad que pocas veces pueden verse en él, y que muy raramente ha sido empleada tampoco fuera –como si la gran literatura se hubiera hasta la fecha negado a aprovechar la exploración del territorio del futuro realizada por un género ninguneado, pero rico en obras de valor–. Mitchell recoge esa tradición para hacer con ello otra cosa. Algo nuevo que, como en el caso de las propias historias contenidas en El atlas de las nubes, puede considerarse como bastante más que la suma de sus partes: una tentativa de evolución temática en la literatura que, como decía al comienzo, no es tanto una necesidad como una respuesta a los estímulos que ofrece el mundo real al arte de narrar.
Mención aparte merece la valentía y el buen juicio de la editorial Tropismos, de Salamanca, a la hora de ofrecer la obra de Mitchell. La traducción, compleja, es resuelta con buena nota –con algunas posibles estridencias en el capítulo central, “El cruce de Sloosha y toda la vaina”, en el que Mitchell parece inventar una evolución del lenguaje y hay ciertas elecciones de vocabulario arcaizante que chirrían– y el libro resulta, en suma, una de las joyas novelísticas que hay que conocer este año.
Nota: Este comentario fue publicado en el blog de crítica La tormenta en un vaso.