Corrían los locos años ochenta y en la gran casa común de la ciencia ficción norteamericana las aguas bajaban revueltas entre las nuevas generaciones. Los bárbaros del cyberpunk habían irrumpido en el género con sus bromas de empollones, sus círculos de amigotes y unas ganas irreprimibles de meterse con todo el mundo, cayendo en gracia a crítica y público y conquistando hasta el último rincón del género. ¿Todo? ¡No! Una aldea de irreductibles humanistas resistían ahora y siempre al invasor; Kim Stanley Robinson, John Kessel, Orson Scott Card o Connie Willis, una caterva de escritores surgidos a principios de los ochenta que se negaban a darle un acabado de cuero negro y cromo brillante a sus futuros en los que, desde una óptica socialdemócrata o mormona, ofrecían una alternativa al callejón sin salida que encarnaba el nihilismo cyberpunk y sus Grandes Verdades Muy Jodidas Sobre Este Puto Mundo De Mierda. Esta alternativa humanista, heredera de Simak o Bradbury, recuperaría la esperanza en el futuro cimentada en las virtudes intrínsecas del espíritu humano, sus cuitas y sus cosas. Un pre-hopepunk, si gustan de tirarse el pisto en plan “bueh, esto ya lo descubrí yo en el 86”. Y es que está visto que los ochenta no se han ido ni se irán nunca.
Pat Murphy es una de esas escritoras surgidas a finales de los setenta/primeros ochenta que podría adscribirse a esta corriente “humanista” o “literaria” como también se le llegó a etiquetar, una autora a estas alturas casi completamente desconocida/olvidada en España pero cuyas credenciales son más que respetables. Entre otros, premios Nébula por The Falling Woman (1986) y la novela corta Rachel in Love (1987), Philip K. Dick por la antología Points of Departure (1990) y World Fantasy Award por la novela Bones (1990) Además fue co-fundadora junto a Karen Joy Fowler del (ahora polémico) premio James Tiptree Jr., dedicado las obras centradas en las cuestiones de género. En castellano pudimos disfrutar de dos novelas, la curiosa La mujer que caía, publicada por Nova Fantasy en 1989, un perro verde en el panorama cienciaficcionero de la época, una fantasía psicológica con la civilización maya de trasfondo, que exploraba la relación entre una arqueóloga, su hija, la interpretación de los sueños y los sacrificios humanos. En 1990 Edaf publicó en su colección Ícaro CF de horrible diseño, el título que nos ocupa hoy, La ciudad, poco después. Ambas novelas de escaso o nulo eco en el mercado patrio y prácticamente olvidadas.
Si La ciudad, poco después se hubiese publicado el año pasado no hubiera desentonado demasiado de la contemporánea novela juvenil y optimista de inquietudes políticas. Hablamos de un post-apocalíptico mágico, una carta de amor a la ciudad de San Francisco y un manual de iniciación a la comuna anarquista para jovencitas, muy diferente a lo que encontramos habitualmente en el género de los futuros chungos y que, desde la modestia y con diez tíos atrás, podría jugar en la misma liga que originales rarezas del subsubgénero como Ciudad, Dhalgren, Dudo Errante o La tierra permanece. Veamos con más detalle; en el futuro cercano, con el mundo al borde del estallido de la guerra nuclear (en los ochenta se llevaba mucho esto) los jipis pacifistas de San Francisco importan desde un monasterio del Tíbet una serie de monos que, según reza la leyenda, traerían la paz al mundo. De este modo son enviados a todos los rincones del globo como símbolo y embajada de un masivo y popular “Movimiento para la Paz”, cuya acción de protesta salva al mundo del armaggedon nuclear, pero, desgraciadamente, con un pequeño inconveniente/ironía; los monos son portadores de un virus que se cepilla a la mayor parte de la población mundial, resulta que la paz de la leyenda era la paz del cementerio. Y es que nunca te fíes de un jipi. Ni de un monje tibetano.
Así que al principio de la historia nos encontramos un San Francisco en manos de una comuna anarquista asamblearia, gestionada de aquella manera por un puñado de artistas agrupados en facciones, un bibliotecario, la editora del periódico local o gente que sencillamente va a su bola; artistas mecánicos como La Máquina o esa especie de personaje catalizador de acciones artísticas, Danny-Boy. Moradores que, en un estado de simbiosis psíquica y espiritual con la ciudad, reconstruyen la urbe mediante extravagantes proyectos artísticos, alimentándola de nuevas mitologías y simbolismos, mientras que el propio San Francisco, al estilo de un ente benévolo superior, cuida de sus habitantes como si se encontrasen en un jardín de niños de las flores. Los sanfranciscanos viven de lo que encuentran por ahí en tiendas y supermercados e intercambian con los escasos granjeros de la zona a través un comerciante cuyo emporio se encuentra ubicado en una zona a las afueras, siendo el único nexo con el exterior de la ciudad. No hay organización política para las cuestiones de supervivencia, ni situaciones cruentas o extremas en este sereno y bucólico fin del mundo. Hasta que un día llega a la ciudad una misteriosa muchacha sin nombre con una advertencia; el general Cuatroestrellas y su pequeño ejército van conquistando poco a poco las ciudades que rodean San Francisco con el loable objetivo de que América Sea Grande Otra Vez. Y su próximo movimiento es apoderarse de los recursos de ese grano liberal en el culo de los Estados Unidos de una vez por todas.
Evidentemente, a Murphy no le interesa narrar una “fábula de la reconstrucción”, ni las vicisitudes para conseguir energía, comida, mantener a la chusma a raya o especular con las reacciones de personas en situaciones extremas, tan importantes en el postapocalíptico y que aquí son obviadas de forma deliberada. En este caso, a partir de una trama sencilla de ritmo pausado y escasos o nulos giros argumentales, se dibujan varios vectores temáticos, a saber; una reflexión sobre el acto creativo como motor cuasi-mágico de cambio interior y exterior, apología de la comuna anarquista como forma ideal de organización social en comunidades pequeñas frente a los ecos desvaídos del imperio USA, un sentido homenaje a la ciudad de San Francisco, histórico bastión izquierdista de la contracultura y el activismo político y social y, finalmente, una curiosa reinterpretación de la guerra del Vietnam, donde un puñado de anarco-artistas se enfrentarán a un enemigo superior con sus particulares métodos y la convicción absoluta en la victoria final gracias al compromiso con unos ideales pacifistas por los que no están dispuestos a matar, pero si a pagar el precio que sea necesario por alto que resulte. Todas estas ideas se transmiten al lector de forma casi pastoral, donde el argumento y los detalles del mundo que Murphy ha construido van desarrollándose lentamente mediante la interacción entre los personajes de un relato coral, vertebrados por los vagabundeos urbanos de la muchacha sin nombre en búsqueda de su pasado y su identidad, topándose con las diferentes e imaginativas instalaciones artísticas que, junto con la acción de la naturaleza, renuevan el paisaje urbano. Es en estas escenas donde más brilla el estilo lírico-descriptivo de Murphy, que gracias a un estilo terso basado en descripciones fragmentadas de lenguaje poético, construye una impresión muy vívida y bella del paisaje de la ciudad modificado por la magia creativa, cayendo en la sensiblería tan sólo en contadas ocasiones.
Tenía diecinueve años la primera vez que leí La ciudad, poco después y esta es la primera relectura desde entonces (¡treinta añazos!). Guardada en la memoria como una joya imperfecta de rara belleza y aún con el brillo algo deslucido por el paso del tiempo, su aliento poético aún resiste y su inusual romanticismo político puede resultar todavía inspirador o, al menos, consolador para los que los años nos han hecho no sólo más viejos, sino cada vez más resignados.
La ciudad, poco después, de Pat Murphy (The City, Not Long After, 1989)
Edaf. Colección Ícaro Ciencia Ficción, 1990.
Traducción: Alejandro Pareja Rodríguez
Rústica, 315 pp. Precio variable en el mercado de segunda mano.
Lo leí por primera vez el año pasado. Ni siquiera sabía que era una asignatura pendiente precisamente por ese ninguneo que mencionas. Me pareció magnífica y me sorprendió mucho que el feminismo combativo del fandom actual ni siquiera la presente en sus listas. Ya no solo por la obra, maravillosa, sino también por la autora y sus circunstancias, Tiptree incluído.
Supongo que en su momento la leímos muy poca gente y se ha olvidado totalmente, tampoco la obra de Murphy a partir de los dos miles ha sido muy consistente en cf, se dedicó más a la literatura infantil y la divulgación científica. Pero sí, es curioso que haya quedado tan olvidada, sobre todo por cosas que me tienen sorprendidísimo, como la reivindicación de McMaster Bujold que en esta época de primeros de los noventa (la “era Gigamesh” para mí) se llevaba palos libro sí y libro también en las críticas y mira ahora.