Un poco de Fin, de David Monteagudo, y Fin, según José Torregrossa

Nota: Más o menos hacia la mitad de este texto voy a entrar a saco en el argumento de la novela y en el de la película. Si usted se siente molesto cuando se comentan giros importantes, odia a David Pringle por lo que hizo en sus listas de novelas recomendadas de ciencia ficción y fantasía o estaba en la cola del cine cuando Homero Simpson salió de ver El Imperio Contraataca, no continúe leyendo. También voy a mojarme en la interpretación de ambas, tal y como las recuerdo. Siéntase libre de corregirme, aportar su propia experiencia o, por qué no, darme una en toda la cara. ¡Me la merezco!

Fin

Fin

Como me suele ocurrir cuando Santiago L. Moreno publica una crítica, me cuesta dar mi punto de vista. Sus análisis son tan certeros y colonizan tanto mi memoria que me resulta entre pretencioso y redundante añadir nada. Pero mi imprudencia de este verano de “furia” me empuja a dejar aquí mis impresiones sobre Fin, de David Monteagudo. Un sleeper publicado en el año 2009 que colecciona reimpresiones como pocos libros españoles de temática fantástica han logrado. La primera novela publicada por un autor entrado en años, con una realidad laboral alejada de lo que solemos encontrar entre los escritores nacionales y llevada al cine en 2012 en una adaptación que me ha interesado bastante más después de haber leído el original.

En esa ceremonia de toma de posición que es toda reseña, creo que Fin es una novela valiosa. Por su manera de aproximarse al fantástico desde una cotidianidad típicamente española; por cómo toca las miserias y rencores que anidan en todo grupo humano que lleve suficiente tiempo en contacto; y por cómo describe al mundo natural tomando posesión del medio humano. También es un libro que muchos escritores preocupados por sus ventas (ya sé que no es TU caso, pero mira a tu alrededor y dime que no existen) debieran analizar si desean descubrir algunos de los secretos del éxito. Cómo se debe dosificar el misterio detrás de una historia; cómo graduar los pequeños giros y, a través de ellos, crear tensión narrativa; cómo se puede trabajar con una estructura fija con engranajes de una extensión medida al milímetro. Y, específicamente, cómo dotar de un cierto sabor a un lugar tan manido como el fin del mundo.

Vulgar que soy, no he sido capaz de sustraerme a varias de las críticas que ha despertado en estos cuatro años desde su publicación. En un relato donde los diálogos son tan relevantes y tienen tanto peso, es contradictorio observar cómo dilapidan parte de su fuerza al coexistir con otros antinaturales cuando no estúpidos. De muestra sirve el que abre la novela, una impostada y alargada discusión de pareja entre Hugo y Cova, un burdo mecanismo para presentar la relación que mantienen sin que venga mucho a cuento.

También en ese primer capítulo, justo en el primer párrafo, nos encontramos con la siguiente oración

“Sí, diga”, dijo mientras el auricular viajaba todavía hacia su oreja, en un tono apremiante, descortés, mezclando en su irritación al anónimo llamador y a quien le había obligado, con su pasividad, o tal vez con su ausencia, a atender la llamada

ejemplo de lo farragoso que se vuelve el estilo de Monteagudo cuando quiere decir una cosa de más. Bastante más grave es el uso de palabras que no tienen el significado que el autor pretende, algo que ocurre al menos dos veces, o la desaparición o aparición de ciertas preposiciones que cambian por completo el sentido de demasiadas frases. Algo intolerable si se considera que mi ejemplar pertenece a la séptima reimpresión.

Todo ello me hace pensar que Fin no disfrutó de la corrección que necesitaba, esa labor de pulido que hubiera potenciado sus virtudes, limado las carencias y enmendado los defectos más allá del simple criterio personal. Tengo la sensación de que a medida que entramos en el siglo XXI, España es cada vez menos un país para editores y más para publicadores. Aunque no quiero aburrirles de nuevo con esta teoría porque toca llegar a lo que me ha motivado a escribir estas líneas: la adaptación de los guionistas Sergio G. Sánchez y Jorge Gerricaechevarría para la película dirigida por José Torregrossa y cómo ha enfocado cada medio el misterio que rodea al fin del mundo.

David Monteagudo

David Monteagudo

En la novela los personajes, mientras se abren camino y desaparecen uno tras otro, aluden a una serie de ideas para tratar de explicar por qué los lugares que visitan se han “vaciado” de personas. Como hipótesis se plantean, no sin cierta sorna, una invasión alienígena o una evacuación tras un accidente nuclear. Pero ninguna les aterra tanto como la que coloniza la mayoría de sus conversaciones, incluso cuando la magnitud del evento ya la debería haber descartado: todo es un montaje organizado por Andrés, el llamado profeta. El tipo detrás del encuentro que los ha reunido pero que no llegó a presentarse, una figura ominosa que carga con la responsabilidad de ser autor de una vendetta por la broma pesada que el grupo le gastó 25 años atrás. Una broma que, como ocurre con los peores muertos del armario, apenas se menciona. Sin embargo ya cerca del desenlace, en una cruel jugada del destino, Monteagudo echa por tierra esta hipótesis. Bajo diez metros de tierra.

Mientras se aproximan a la ciudad, Eva y Ginés se topan un coche accidentado donde está el cadáver de Andrés, el temido profeta. Junto a su cuerpo hallan un papel con un discurso que pone de manifiesto, sin ningún género de duda, el por qué de la reunión: reencontrarse, mostrar cómo ha cambiado en este cuarto de siglo y pasar página. Un jaque mate a cualquier hipótesis que lo incluya como responsable y que se sucede de la desaparición de Ginés. Así, Eva queda sola en un último capítulo soberbio, cerrado con un párrafo memorable que cuenta su descenso hacia una ciudad que nunca llegamos a ver, “desapareciendo” de nuestra vista desde un plano narrativo genialmente fijado.

Fin.

En esa búsqueda de entendimiento, significado, conexiones en que convertimos toda historia, Monteagudo opta por la indefinición, por dejar al lector ante el vacío que supone no recibir explicación al gran acertijo que ha bañado su obra durante 300 páginas. Solo se puede dar por seguro que el mundo se paró, la gente desapareció y la naturaleza recuperó lo que antes era suyo. Los personajes experimentaron una cadena de culpa, remordimientos y ¿arrepentimiento? ante su pecado de juventud, dejaron entrever sus más hondos secretos y padecieron un purgatorio del que solo se liberaron cuando desearon desaparecer. Un final angustioso sobre todo por cómo es recibido por los obligados a continuar hasta que encuentran el suyo. Mucho partido para una novela con una extensión bastante medida.

Fin

Fin

La adaptación lima algunas de las inconsistencias del original, añade las suyas propias, pega cortes aquí y allí, incorpora un poco más de culebrón y depara escenas tan potentes (la secuencia en el Congost de Mont Rebei, el avión accidentado) como ridículas (el ataque de los perros, de telefilm barato). En lo que se refiere al enigma y su motivación, los guionistas apuestan por una línea de trabajo diferente. Primero, al comienzo del metraje nos muestran un encuentro fortuito entre Andrés (en la película Ángel, que es como más divino) y el trasunto de Ginés (otro que sufrió cambio de nombre por uno más… cinematográfico) el día de San Juan (hogueras, purificar las malas experiencias, guiño, guiño), en el que el profeta se ve como un zumbao con serios problemas con la higiene. Por si no fuera suficiente, para empatizar con el miedo del resto de personajes, se hace mención a su paso por un sanatorio psiquiátrico. Que quede claro que sigue siendo un “rarito” o que todavía padece las secuelas de la “chiquillada”, explicada tal cual a los 25 minutos. Pero lo relevante viene cuando aparece de nuevo en escena.

El cadáver de Andrés se descubre en un accidente pero no cerca del final sino a mitad de metraje, cuando ya ha desaparecido más o menos media pandi y la hipótesis sobre su culpabilidad carbura a pleno rendimiento. No obstante, lejos de quedar excluido de las deliberaciones del lector, su participación se potencia. Junto a su cuerpo no aparece una nota que le “libere” de responsabilidad sino que hallan una serie de ilustraciones hechas a carboncillo en un bloc cuya interpretación pasará a ser el gran interrogante a desentrañar. La prueba de cargo que lo condena cuando los guionistas deciden que los personajes ya se pueden dar cuenta de que los dibujos son un relato descontextualizado de las vivencias que han atravesado (o van a atravesar). Y aunque la película tiene un final abierto, con Ginés y Eva perdiéndose entre la niebla en un velero mientras aparecen los títulos de crédito, se apunta claramente hacia la implicación de Andrés en el fin. Bien como profeta que ha previsto todo lo que iba a ocurrir, bien como el demiurgo que ha urdido la hoguera de San Juan a la que ha sido trasladado el reparto del film para ser purgado.

Suene o no verosímil, nos hallamos ante dos posturas casi enfrentadas: la posibilidad de que no haya resolución a alguna de las cuestiones planteadas en contraposición a la necesidad de que todo quede o atado o se den al espectador los indicios suficientes como para que llegue a una única conclusión. De la desazón que supone no ser recompensado con la captura del asesino detrás de los crímenes a la epifanía que llega cuando la interpretación de las huellas te lleva a seguir el rastro hasta la bestia detrás del desbarajuste.

Lo primero, creo, más habitual en el mundo de la literatura, donde no es tan raro encontrar una historia sin agujeros que ni resuelva los grandes enigmas ni te de las pistas necesaria para que lo hagas por ti mismo porque, después de todo, quizás los personajes no han tenido manera de lograrlo. En la otra esquina del ring el mundo del cine comercial, donde no se concibe que el reloj que debe ser toda trama quede sin relojero; un mundo que vive aterrado ante un público cada vez más reacio a vivir sin certezas. Un medio donde la sugerencia está fuera de onda y la incertidumbre final fuera del pacto de ficción.

Lo que me lleva a preguntarme si no es posible darle al espectador otra cosa que no sea lo que desea. Pero no son horas, ni mes, y ya les he aburrido bastante por hoy.

Fin

Nota 1: Hay otra variación respecto al libro a la que se le podría sacar petróleo: el proceso que lleva hasta las desapariciones. Solo hay que analizar a Nieves (otro cambio de nombre), cuyo abandono de la realidad en la versión cinematográfica se inicia tras acordarse de su mascota y del miedo ante el ataque de los perros, y no de sus remordimientos ante su participación en la trastada ni su estado de ánimo respecto a sus viejos colegas. Más radical es la diferencia en el caso de Maribel Verdú, que ve desaparecer a una niña que pasaba por allí, añora a sus hijos y no quiere convertirse en la mujer que se ve de espaldas en el último dibujo del bloc del profeta. Antes que pasar un segundo de más en ese infierno personal decide arrojarse a las fauces de un León para, supuestamente, reunirse con ellos. Algo que no es ni remotamente similar al proceso de la Maribel literaria ni el de la devorada por una bestia, Amparo, sorprendida por un Tigre que pasaba por allí.

Nota 2: Reconozco que mi interpretación de la película no incluye hechos que dentro de esta descripción quedan como incongruencias: ni la figura que se ve en lo alto de las montañas; ni el ¿avión? que se observa atravesar el cielo día y medio después de haber ocurrido el incidente; ni la niña fantasmal que aparece en el pueblo. Se puede argumentar que los guionistas han trabajado la misma línea que Monteagudo y, por lo tanto, no hay explicación para (casi) todo lo que he pasado. Sin embargo las pruebas de cargo contra el profeta no son circunstanciales y, en este contexto, no me queda otra que verlas como inconsistencias que quedan guays al crear atmósfera en un momento “muerto” pero bastante en contra de la lógica interna del misterio (mucho mejor mantenido por Monteagudo).

Nota 3: Reconozco que la película me habría gustado más si el casting hubiera tenido un poco más sentido, pero hay tres o cuatro elecciones ciertamente criminales, especialmente la de los modelos que ¿interpretan? a Hugo y Cova. Por fortuna los más petardos son de los primeros en volatilizarse.

Fin (Acantilado, Narrativa del Acantilado nº162, 2009)
Rústica. 352pp. 19 €
Ficha en La tercera fundación

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