Los futuros cercanos tortuosos atraen más que los luminosos. Sin conflicto no aparece la tensión y sin esa tensión la historia importa menos que el decoro en una fiesta organizada por Freddie Mercury. Basta observar lo ocurrido con las utopías, tan de moda a finales del siglo XIX, tan vestigio de una época pretérita ahora tenida como escasamente narrativa por el gran público… en el caso que el gran público se acerque a ellas. Mientras las novelas sobre el fin del mundo han perdurado hasta auparse como una de las temáticas más arraigadas y exitosas.
Si se atiende a la evolución del género en los últimos 30 años, es curioso cómo con el auge del cyberpunk a mediados de los 80, aquel futuro oscuro de ciudades superpobladas, control por corporaciones opresivas y catástrofes ecológicas de diversa índole era capaz de espolear una ligera fe en algún tipo de salida a sus particulares ratoneras. Sus mundos estaban en pésima forma pero a la civilización parecía quedarle cuerda. Con el nuevo milenio, esta perspectiva se ha cubierto de un pesimismo creciente. Una vez dejado atrás el pánico a la bomba vivimos los años del hundimiento energético, el cénit de las pandemias, el apocalipsis zombie… Ya sea por el afán de hacer proyecciones verosímiles o conjurar los miedos dominantes, el colapso goza de la salud de Mick Jagger.
La premisa de Apocalipsis suave es contar esa crisis huyendo de acontecimientos catastróficos. Relatar la caída de la civilización en EEUU, y por extensión todo occidente, a la manera de un pequeño deslizamiento de tierras. Desde un futuro cercano sumido en una permanente crisis económica hasta la creación de una comunidad capitidisminuida donde los residuos de nuestra sociedad tienen la oportunidad de perdurar en un porvenir incierto con la única certeza de la reducción de expectativas.
Will McIntosh secuencia ese historia en esta, su primera novela, a lo largo de diez capítulos entre los cuales sitúa unos saltos temporales, desde unos días hasta tres años. Ha escrito un pseudo fix-up centrado en el devenir de su narrador mientras malvive en los alrededores de Savannah, Georgia. El primero de los cuales quizás sea el más chocante. Lejos de partir de una situación de relativa calma, muestra un 2023 con grupos de parados recorriendo EE.UU. haciendo todo tipo de trabajos para salir al paso. Es el retorno a la Gran Depresión donde, sin el auxilio de sus familias, un grupo de millennials trapichea con la energía generada gracias a molinos de viento portátiles. Su recurso para conseguir dinero y comprar comida, útiles de aseo…
El lugar narrativo es fiel a lo esperable en el cinturón de la Biblia, no por el resquebrajamiento del tejido social. La tradicional xenofobia sureña se hace tan evidente como el desprecio por las capas más desfavorecidas; un racismo multipolar acentuado por la incertidumbre y la inestabilidad tras cada nueva grieta en el sistema. Desempleo, inseguridad, nuevas enfermedades resistentes a los remedios tradicionales, abusos… Este panorama habitual en las novelas del ramo se riega con la gasolina de elementos caóticos; pirómanos que alientan la confusión para adelantar la caída de un sistema incapaz de mantener en pie los diques de contención.
Cada una de las historias funciona como una estampa cotidiana del declive. El relato describe su modo de vida motivado por dos temas. El obvio, sostenerse en un escenario desolador donde tener un empleo es un privilegio y pasear al anochecer una lotería. El otro, el que lleva la carga que McIntosh sitúa en la base de Apocalipsis suave, puede suponer un problema si el lector no acepta la premisa a la hora de construir la personalidad y la voz del narrador.
El tipo es un inmaduro nivel Ted Mosby de How I Met Your Mother (es decir, dimensiones colosales) obsesionado con encontrar una pareja. En sus recuerdos de esa década aparecen varios personajes femeninos recurrentes con los que mantiene relaciones de diversa índole y sobre las que pivota. Cada una según un estereotipo del cual apenas se aleja. Hay una conversación a las veinte páginas clave para explicar esta caracterización. La chica de ese momento, una mujer casada, le regala unos cromos de beisbol; el típico material coleccionable imprescindible en la vida de millones de tardoadolescentes reacios a entregar sus sueños y echar las tardes con sus cervezas en el Hooters o delante del televisor. Cómo habla sobre los jugadores de cada tarjeta, la ilusión mientras suelta un aliento horrible después de unos días sin poder lavarse la boca y las toca con unas manos roñosas, plasma como ningún otro pasaje el panorama de las poco más de 250 páginas de Apocalipsis suave. Escenas, por otro lado, frecuentes caso del capítulo en el punto de inflexión donde acude a un servicio de citas virtuales al que dedica unos dólares que bien podría emplear en recibir clases de defensa personal, mejorar su kit de supervivencia o comprar un rifle automático más potente. Todo su relato trae continuamente a colación el empeño de unos Peter Pans por capear la tormenta definitiva y alentar la ilusión por un futuro que en nada se va a parecer al que les habían prometido y se obcecan en esperar.
McIntosh huye de grandes gestas, arroja sobre sus personajes una tras otra las plagas de nuestro tiempo, las confronta cuidados paliativos habituales y conduce su vehículo hacia una amarga aceptación. El desenlace consecuente para el horror sosegado expuesto. De ahí que, con sus particularidades, Apocalipsis suave me recuerde a clásicos como el recién reeditado La Tierra permanece, los hoy olvidados Más verde de lo que creéis y La muerte de la hierba, o novelas tan recientes como Cenital o Un minuto antes de la oscuridad. Una tradición en la que no desentona lo más mínimo.
Apocalipsis suave (Gigamesh, col. Gigamesh Ficción nº2, 2016)
Soft Apocalypse (2011)
Traducción: Lluis Delgado
Rústica. 271pp. 20 €
Ficha en la tienda Cyberdark.net