Javier Avilés escribía hace unos meses sobre La infancia de Jesús, de J. M. Coetzee, prestando especial atención a su título y cómo condiciona su lectura. Su publicación coincidió con mi lectura de Esperando a los bárbaros, una de las novelas más conocidas del autor sudafricano cuyo título produce un efecto parecido. A lo largo de toda su extensión resulta imposible abstraerse de esos bárbaros acechantes desde la primerísima plana del libro; una amenaza fantasmagórica que también intimida y atenaza a sus personajes. Una presencia incierta que apenas toma forma puntualmente para acentuar el camino de arrepentimiento y expiación de su narrador.
Esperando a los bárbaros está contada por un magistrado de la frontera norte del Imperio, da lo mismo cuál. Coetzee prescinde de todo límite concreto para potenciar la carga alegórica de una historia atemporal, con ecos al poema de Cavafis y El desierto de los tártaros de Buzzati. Su protagonista ha aprendido a disfrutar de la vida en los límites de la “civilización” y a sobrellevar las inevitables tensiones cuando interactúa con quienes se hallan en órbitas más próximas al régimen establecido. Un hombre feliz en su rutina de gestionar el día a día de su pequeña ciudad, sentarse con un gin tonic a ver las puestas de sol y retozar con alguna prostituta cuando cae la noche.
Entre sus actividades más queridas incluye la exploración de unas ruinas a las afueras de la ciudad; restos de un pasado remoto donde encuentra unas tablillas cuyo lenguaje intenta descifrar sin demasiado éxito. En su fuero interno siente que esa antigua ciudad sufrió el destino que se cierne sobre él y su Imperio; la llegada de unos invasores dispuestos a arrasar con todo como parte de un mecanismo cíclico que oscila entre civilización y barbarie. Una ecuación en la que muchas veces los bárbaros surgen del interior del propio Imperio dispuestos a conjurar el temor frente a su decadencia y se enfrentan a una periferia demasiado “simple”, demasiado extraña, que no tienen ningún interés en comprender.
La parte que más me ha gustado es la primera mitad de la novela: la presentación del magistrado y sus conflictos, puestos de manifiesto en su trato con las fuerzas de su Imperio y su desconcertante convivencia con una “bárbara”. Una mujer con la que vive una extraña relación afectiva y que le lleva a realizar un peligroso periplo por tierras inhóspitas para devolverla hasta su pueblo. El viaje y sus consecuencias suponen una catarsis que golpea física y psicológicamente al personaje y da paso a las páginas más complicadas; la zozobra cuando retorna a la “civilización”. Zozobra que afecta a una narración que pierde el paso diáfano que había mantenido hasta el momento para sumergirse en unos pasajes delirantes. Apenas son un borrón de 30 páginas y, en cierta forma, se soslayan con los efectos logrados: su derrumbe arrastra sus miedos, sus dudas, sus temores, su… abatimiento. Un colapso parejo al del Imperio en la frontera que da paso a un período incierto que, en su caso, afronta con la serenidad de quien ha domado sus demonios internos, limado sus contradicciones y se acepta por completo a sí mismo. Un viaje individual que continuamente fuerza al lector a mirarse en el espejo y ver cuanto del magistrado hay en él y cuánto del Imperio.
Esperando a los bárbaros (Mondadori, col. Literatura Mondadori nº239, 2004)
Waiting For The Barbarias (1980)
Traducción: Concha Manella y Luis Martínez Victorio
Cartoné. 208pp.
Una de las grandes de Coetzee, para mí imprescindible.
Buenísima novela. En mi opinión Coetzee tiene alguna incluso mejor, pero ésta es de las fuertes.